La Zarza Ardiente


Desde pequeño, he sido un amante de la lectura. Quizás, al haberme criado en un hogar con padres divorciados, encontré en los libros un refugio, un lugar donde descansar en momentos de soledad. Recuerdo cómo, al leer obras como El Cantar de Mio Cid, Lazarillo de Tormes, La Ilíada y La Odisea de Homero, e incluso libros de autoayuda como La Fuerza de Sheccid de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, me decía a mí mismo que algún día escribiría algo capaz de inspirar al más vulnerable. Mi objetivo nunca ha sido asombrar a las masas, sino redactar un escrito empático, cargado de elocuencia y profundamente conectado con las situaciones que enfrentamos día a día. Y aunque durante los últimos años he tenido la bendición de escribir varios escritos, este artículo ha sido el más difícil de redactar.
A mediados de año, justo cuando comenzaba a trabajar para un patrono con el que siempre aspiré colaborar, fui diagnosticado con cáncer de tiroides con metástasis. El diagnóstico llegó de una manera que jamás imaginé. Fue la misma patóloga que realizaba la biopsia quien, en medio del proceso, expresó: “¡Ah! Eso es cáncer definitivo y con metástasis. Lo sé por el color”. Como si eso no fuera suficiente, añadió comentarios como: “Tan grande y llorando, ¿verdad?”. Si la noticia ya era devastadora, la forma en que fue comunicada la hizo aún peor.
Recuerdo quedarme en silencio, con los ojos llenos de lágrimas, mientras agradecía al personal y comenzaba a bajar las escaleras del lugar. No olvido cómo mi corazón se aceleró y, al salir, rompí en llanto con un sentimiento que no puedo describir. Solo repetía en mi mente que debía llegar a mi guagua. Salí apresurado, me monté, la encendí y comencé a conducir. No tenía fuerzas para ver los edificios, los autos ni nada a mi alrededor. En una luz roja, junto a mi esposa, grité desde lo más profundo de mi ser: “¡Dios, no!”, “Tú no me abandonarás”, “Yo no le he hecho daño a nadie”. Un torbellino de emociones me arropó. La vida pasó frente a mis ojos mientras pensaba en mi hija y en mi esposa, en lo solas que quedarían si yo partía, en cómo mi madre sufriría, pero, sobre todo, en lo que significaría para mi fe si el Dios al que sirvo no hiciera nada al respecto.
Curiosamente, olvidé mi identidad y, como creyente, entré en lo que llamo la primera fase: la culpabilidad. Comencé a emitir juicios sobre mí mismo. Pensaba que quizás había hecho algo en mi vida que me merecía este diagnóstico o que no había hecho lo suficiente para cuidar mi cuerpo y evitar esta desgracia. Me atormentaba pensando que tal vez la voluntad de Dios era que mi tiempo en la tierra terminara ahí, que quizás había desperdiciado mi vida. Me preguntaba cómo había llegado hasta este punto y qué clase de padre y esposo era yo para poner mi vida en riesgo. Comencé a creer que no era tan especial como solía pensar, que quizá solo era un alma más en el montón, una vida que Dios había pasado por alto. Perdí el enfoque y, sin darme cuenta, le di paso a la próxima fase.
La segunda fase la llamé: la duda. Siempre supe que Dios existe; lo conocí desde muy joven, aunque no acepté a Cristo como Señor y Salvador sino hasta dos años después de comenzar a congregarme. Recuerdo cuando un predicador invitado habló sobre cómo Dios obra en el momento correcto y cómo un solo acto de obediencia bastaba para conocerlo. Di el paso al frente ese día. Pude ver una luz que nubló toda mi visión, sentí un calor frío, como el sol saliendo después de una madrugada de lluvia, y percibí cómo mi corazón se preparaba para recibir el abrazo que tanto había anhelado de un padre. Sin embargo, ahora todo había cambiado. Olvidé de repente aquella experiencia. Empecé a cuestionarme: ¿tendrá el mundo razón? ¿Será que ya no tengo Su favor? ¿Será que he orado de manera incorrecta o que Él, simplemente, no existe?
Para ese entonces, había decidido optar por un tratamiento holístico. Como diríamos en buen boricua, “me fui por lo natural”. Sin embargo, sentía que con cada segundo que pasaba, surgía una nueva pregunta en mi mente. No recuerdo haber cuestionado a Dios antes de esto. Quizás lo hice alguna vez, pero por cosas triviales: por qué me dio un estacionamiento tan lejos, por qué llovió después de lavar el carro, o por qué mi hija se resfrió justo cuando todo parecía mejorar. Pero ahora, por primera vez, realmente dudaba de mí y de Él. Comenzó a crecer en mí una inseguridad profunda. Me preguntaba si toda mi vida estaba basada en un vacío, en algo que no existía, en algo que no era tan real como lo tangible y natural. Y fue en ese momento, justo en mi mayor confusión, cuando ocurrió lo inesperado.
En una noche de llanto, decidí dormir en el sofá para no exponer a mi hija a mi sufrimiento y dolor. Recuerdo que tenía los ojos hinchados de tanto llorar, no tenía fuerzas para orar y sentía que mi cuerpo no respondía. Me rendí y cerré los ojos, decidido a dormir al menos dos horas. En algún momento de ese sueño profundo, con todas las luces apagadas, sentí un resplandor. Era de esos que percibes con los ojos cerrados, pero que sabes que provienen de una luz encendida. Me desperté con los ojos entrecerrados, me toqué el pecho y los brazos, y sentí que estaba sudando, aunque al mismo tiempo experimentaba un frío inexplicable. Intenté abrir los ojos y vi una luz inmensa, igual a la que experimenté cuando acepté al Señor. Entonces escuché una voz, no audible pero serena, como la brisa que sopla entre los árboles en una noche fría. Esa voz dijo: “Hijo, eres mío y te he sanado”. No pude contenerme. Comencé a llorar mientras cerraba los ojos, y, sin saber cómo, caí en un sueño profundo hasta el día siguiente. Fue como si hubiera recibido la visita tan anhelada por muchos en momentos de fe, pero que yo recibí en medio de la duda. A esta etapa de mi vida la llamé: el despertar.
Al abrir mis ojos y contemplar una mañana llena de esperanza, me levanté emocionado, con la firme convicción de que, aún en medio del proceso, debía retomar la autoridad que me había sido dada. Comenzamos a fortalecer un vínculo mucho más íntimo con el Señor, entendiendo que nada de lo que hemos logrado ha sido por mérito propio, sino por Su gracia. Y que siendo en Su magnificencia, la promesa de sanidad se iba a cumplir. Recuerdo que, en un momento de desánimo, busqué el consejo de alguien a quien respeto profundamente. Para mi sorpresa, sus palabras no fueron de aliento. Me dijo: “Si estás pasando por una enfermedad, no puedo asegurarte de que, aunque tengas mucha fe, saldrás de esto”. Salí del lugar un poco frustrado. Pero mientras caminaba, aferrándome a Sus promesas, escuché una voz en mi corazón que me dijo: “¿Le crees a él, o me crees a Mí? No solo te pido que creas en Mí, sino que Me creas a Mí”.
Esas palabras resonaron con fuerza en mi interior. Fueron un recordatorio claro de que, aunque las voces humanas puedan sembrar dudas, Su voz siempre trae certeza y paz. Comprendí que, ante cualquier distracción, lo correcto era mantener nuestra mirada fija en Él. En medio de retos constantes y pensamientos intrusivos, continuamos nutriéndonos de Su Palabra. Al mismo tiempo, decidimos buscar ayuda para proteger nuestra salud mental mientras seguía con mi tratamiento holístico. Comenzamos a disfrutar más de nuestro tiempo juntos en familia y retomamos aquellos proyectos que Él había puesto en nuestro corazón meses atrás, proyectos que habíamos pausado durante este proceso.
Dejamos de pensar que mi vida tenía una fecha de expiración y recordamos que el mismo Dios que me había salvado en el pasado sigue siendo el mismo hoy y por siempre. Comprendí que Su amor eterno nos acompaña incluso a través de la culpabilidad y la duda. Fue en la intimidad, la misma que Jesús experimentó en el monte, donde recuperamos la habilidad de entender que Su plan es perfecto y que no hay error alguno en aquello que Él ha predispuesto. Incluso en el valle de los huesos secos, es vital escuchar Su voz y reclamar con autoridad aquello que nos ha sido prometido, sabiendo que un solo acto de obediencia es suficiente para reconocerlo. Recordé que la entrega de Cristo en la cruz no fue en vano: Su sangre fue derramada no solo para el perdón de nuestros pecados, sino también para llevar consigo nuestras enfermedades, derrotando así a la misma muerte. Es curioso cómo podemos temer algo que ya fue vencido.
Hoy, puedo compartir que, cuatro meses después del diagnóstico, se realizaron nuevos exámenes que mostraron una reducción de casi el 90% del área afectada. El proceso de sanación, que aún continúa, también se ha manifestado en una restauración familiar. Aunque algunos dan crédito el haberme ido por “lo natural”, nuestra fe nos dá certeza de que lo sobrenatural se ha manifestado. Este proceso ha traído consigo una limpieza en nuestro entorno y nos ha acercado a Él como nunca. A través del servicio, hemos visto cómo podemos bendecir a cada persona con la que interactuamos, confirmando que Sus promesas continúan cumpliéndose. Hemos entendido en lo más profundo de nuestro corazón que Él nos ama desde antes de nacer y que cuando permitimos que la rutina invada nuestra relación con Dios, esta nos lleva a la confusión y al desprendimiento de Su Espíritu.
Hoy puedo escribir parte de mi historia con la esperanza de que impacte tu vida. Ruego que estas palabras sean un escrito empático, cargado de elocuencia y profundamente conectado con las situaciones que enfrentamos día a día. A veces pensamos que nunca atravesaremos el valle y que los retos que otros experimentan no serán parte del menú de nuestras vidas. Sin embargo, si hoy te encuentras en un momento difícil, donde sientes que lo has dado todo y aún así las cosas no salen como esperas… si oras y no recibes respuesta, y todo a tu alrededor parece indicar que la tierra prometida se ha desvanecido… si la culpa y la duda opacan la fe que en algún momento tanto te sostuvo, quiero que recuerdes lo siguiente: La zarza ardió frente a un hombre con faltas, un hombre que huyó y que cargaba con culpabilidad. Aun así, Dios le entregó una promesa, una instrucción y las habilidades necesarias para enfrentar lo que parecía imposible. De la misma manera, Él te ha encontrado digno de llamarle Padre, y Su gracia se manifestará en tu vida, brindándote salud, larga vida y la paz que sobrepasa todo entendimiento.

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